Por Sergio Muñoz Riveros

Un país al margen de la ley

La decisión presidencial de renovar el estado de catástrofe hasta el 16 de septiembre confirmó elocuentemente la situación en la que nos encontramos, sobre cuyas implicancias económicas y sociales el reciente informe del Banco Central entregó evidencias abrumadoras.

Hemos entrado a una compleja y probablemente larga etapa en la vida del país, en la cual será prioritario proteger a la población, fortalecer el sistema de salud y el conjunto de los servicios públicos, garantizar los abastecimientos, alentar la recuperación económica y la creación de los empleos, tratar de que la solidaridad se convierta en una fuerza nacional unificadora.

El acuerdo de un plan de emergencia entre el Gobierno y una parte de la oposición es una muestra de la racionalidad que necesitamos. Tenemos que remar hacia el mismo lado para no zozobrar.

Es inmensa la responsabilidad de quienes ocupan posiciones de liderazgo. Deben ayudar a reducir la inseguridad, los temores acumulados y, ciertamente, las dudas sobre cuál será el orden constitucional que estará vigente en los próximos años. Será mejor si piensan en lo que le conviene al país, y no a tal o cual sector.

En este contexto, es natural que mucha gente se pregunte si podrá efectuarse el plebiscito del 25 de octubre, cuya campaña debería partir en agosto. Por cierto que el asunto no se reduce, como algunos creen, a las medidas operativas para asegurar que funcionen los locales de votación con los resguardos sanitarios del caso. La cuestión esencial es si ese plebiscito es necesario, si tiene utilidad, si sirve para resolver algunos de los muchos problemas que nos cayeron encima.

Hay quienes sugieren que si no se efectúa el plebiscito, volverá la violencia, pero si hemos llegado a ese punto quiere decir que nuestra sociedad ya se convirtió en rehén de los que no creen en la democracia.

El problema de fondo son los defectos de origen del acuerdo del 15 de noviembre del año pasado, los que se han hecho más evidentes con la postergación del plebiscito desde abril a octubre, lo que implicó juntar todas las elecciones en siete meses del próximo año. Así son las cosas, es legítimo preguntar:

1. ¿Alguien cree que, en el tiempo que respecta del actual período presidencial, es posible elaborar y poner en vigencia una nueva Constitución?
2. ¿Alguien cree que la elección municipal (abril 2021), y la parlamentaria y la presidencial (noviembre 2021), se podrán realizar con normas que no sean las establecidas por la actual Constitución?

Si la respuesta es sí, quiere decir que la percepción de la realidad está muy distorsionada. Si la respuesta es no, los partidos aún tienen tiempo para enderezar lo torcido. La estabilidad y la gobernabilidad serán vitales en los tiempos que vienen, como también la certeza jurídica para las inversiones que necesitará nuestra economía.

Si el plebiscito se efectúa de todas maneras y se aprueba elegir una convención constitucional, el escenario del próximo año sería este: los chilenos elegiríamos en los hechos dos Parlamentos, la convención de abril y el Congreso nacional de noviembre. ¿Cómo describir esos si no como un despropósito completo?

Si llegan a funcionar paralelamente, ¿no es acaso previsible que haya superposición de funciones y conflicto de poderes? De partida, los actuales senadores y diputados tendrían que aprobar una nueva reforma a la actual Constitución para que el Senado, la Cámara y el propio Presidente de la República pierdan la facultad de propiciar nuevas reformas constitucionales, ya que ese sería terreno exclusivo de la convención. Sería motivo de bochorno internacional. Y falta algo: el hipotético nuevo texto que apruebe la convención en 9 o 12 meses contados desde abril de 2021, ¿pasaría en algún momento por el Congreso Nacional? ¿Y el Jefe de Estado que elegiremos el próximo año tendrá la oportunidad de opinar, considerando que a lo mejor deberá poner su firma en el texto? Son demasiados agujeros.

No podemos discutir sobre el plebiscito como si este tuviera una dimensión metafísica, como si las instituciones pudieran quedar en el aire y el calendario electoral no importara.

Si el país tiene que transitar de una estructura constitucional a otra, hay que evitar a toda costa un cortocircuito. Uno de los gestores del diseño del 15 de noviembre, el expresidente del Senado Jaime Quintana, propuso revisarlo en los hechos al abogar por la suspensión de la elección de gobernadores regionales, debido a que no son claras sus atribuciones. Ni más ni menos. Lo aconsejable es, entonces, dejar los orgullos a un lado y sentarse a conversar sobre el modo de hacer bien las cosas en un terreno tan definitorio como el de las bases del Estado de Derecho.

Chile no necesita dos Parlamentos. Basta con uno. Elijamos senadores y diputados el próximo año, que ellos, en diálogo con el futuro Presidente, se hagan cargo del debate constitucional y definan una metodología de reforma que comprometa a la mayoría del país y fortalezca el régimen democrático. Es la opción del sentido común en medio de tantas calamidades.


Fuente: El Mercurio – 24 de junio.